EL BOLÍGRAFO
El bolígrafo se enganchó a mi mano y me obligó a escribir. Yo no quería. Lo juro. Mis dedos esclavos obedecían a un movimiento déspota con intenciones diabólicas. No pude despegarlo. El bolígrafo me impuso la misión de escribir en la pared las cosas que nunca te dije. Una verdad implacable emanó de la punta afilada y metálica, como fresca tinta de color azul, ultrajando el verde pistacho con que habíamos pintado el salón meses atrás. Involuntaria confesión, sintetizada en dos palabras: EL LARGO. Mi mano espasmódica seguía garabateando caligrafía grotesca en contra de mi voluntad, arrasando ahora el sofá que un día tú y yo encontramos en la calle e hicimos nuestro. Sin piedad, mi brazo enarboló el arma que, ante la temeridad cometida, aniquilaba cualquier atisbo de reconciliación. Cualquiera que me viera pensaría que estaba loca. Incluso tú, si regresabas… Pero la locura no estaba en mí, radicaba en el bolígrafo que habías embrujado.
Pensé en la noche anterior. Preparaste macarrones y nos sentamos como cualquier otro día a cenar. Quise hablar.
- ¿De qué? – replicaste.
No sabías nunca cuál era el fondo del asunto. O te hacías el tonto. ¿No te dabas cuenta de que me estabas perdiendo? ¿Cómo no mover ficha, dejando pasar los días? A mí me resulta imposible. Me desquiciabas rápido y yo también rápido te mandaba a la mierda. Las cosas hay que decirlas. Para poder actuar. Tu boca siempre cerrada. Tu respuesta siempre la misma: coger la puerta y adiós. Cansada ya de la apatía, que se contagia, de tu gesto resignado y abatido, tu silencio, tu mirada esquiva y tu actitud lineal, empezaba a plantearme en serio el dejarlo.
Pero anoche reaccionaste distinto. Me alegré. Alzaste la cabeza, me miraste y me dijiste que esta vez no me dejarías hablar. Que estabas harto de escucharme, de sentirte estúpido e incomprendido, que te asqueaban mis baratas elucubraciones y que no eras capaz de hablar conmigo porque te enfermaba mi hipocondríaca susceptibilidad. Mis ojos inquisidores y mis retorcidas teorías, dijiste, producían en ti el efecto contrario al deseado. Te cerrabas en banda, inevitablemente, porque te sentías atacado. Con la decisión y contundencia de la que yo no era testigo hacía años, me pediste que callara, que por favor no hablase. Abriste el cajón de la cómoda y me tendiste papel y bolígrafo (el mismo que ahora me posee), instándome a anotar los puntos esenciales, si de verdad estaba dispuesta a arreglar lo nuestro.
No hubiera esperado eso de ti. Te admiré de repente, como aquel primer día en que me hablaste del mundo. Brotó en ti de forma súbita la faceta de la que yo me había enamorado. Y me arrepentí de haberte odiado y de haber estado con John. Fue una de aquellas noches… una de tantas que huiste. Un intento estéril de diálogo. Yo quería otra vez, poner las cartas sobre la mesa y tú, otra vez, te sentiste agobiado y no preparado para sermones. Qué triste. Qué decepción darte cuenta de que ninguno de los dos en realidad tiene la culpa, de que no hay nada que hacer porque se trata de incompatibilidad y contra eso, no hay remedio. A ti parecía darte igual. Te ibas y esperabas que mañana fuera otro día. A mí, la bola cada vez se me hacía más grande, acumulando rabia y esperando con ansia el siguiente encuentro. Pero aquella noche no esperé en casa a que volvieras. Marché tras de ti y me dirigí a la taberna. No estabas. Te habrías ido a algún otro local donde las copas las sirviera una guapa camarera y no un negro chistoso. John me animó con su cháchara y unos cuantos cubatas. Después le acompañé a su apartamento. Yo no quería, lo juro. Me despojó de ropa y pudor y se clavó en mí hasta la médula. Comprendí entonces por qué le llamaban El Largo. Regresé a casa resentida y sin haber experimentado sabor alguno de venganza. Pensé en decírtelo, pero ¿para qué? Tenía miedo y te quería a ti, a pesar de todo, todavía. Sabía que no estaba siendo justa y, sin embargo, te machacaba magnificando tus defectos, culpándote de todos nuestros males, como si mi subconsciente quisiera así contrarrestar mi error. Pero ¿cómo confesar? No tengo huevos. ¿Cómo apuntar eso en el papel? ¿Qué puedo hacer, sino callar?
Anoté otras cosas.
- ¿Ya está?
- Sí.
- ¿Eso es todo?
- Sí.
- ¿Me tomas el pelo?
- ¿Por qué?
- ¿No se te olvida nada?
- No.
- ¿Crees que me chupo el dedo?
Me tiras el papel a la cara y lanzas también el bolígrafo que se desliza por debajo del sofá. Coges la puerta y adiós. ¿Sospechas? ¿Por qué reaccionas así? No te entiendo. O lo sabes o el que está loco eres tú. Yo no he vuelto a la taberna. Tú quizá sí y hayas visto a John, el Largo. Y si lo sabes ¿por qué no lo has dicho? Nunca abres la boca, aunque te estés muriendo por dentro. Deambulo por el pasillo a la espera de que vuelvas pronto, ilusa de mí, imaginando una escena que no se va a representar. En la que entras, me insultas, me chillas y me dices que te he jodido la vida porque tú me querías. Pero no lo harás. No volverás para hablarme. Si vienes, no dirás nada, te conozco, te meterás en la habitación y esperarás que pase el tiempo, relamiendo tus heridas. Cansada de especular, me voy a la cama. Las sábanas me hablan de ti y lloro porque te echo de menos.
A mediodía he despertado aturdida. Me levanto e inspecciono la casa. No estás. No has venido, los macarrones que no te comiste siguen en la nevera. Voy al salón y veo el bolígrafo sobre la mesa. ¿Lo has puesto tú ahí?
Me acerco a la mesa y el bolígrafo se engancha a mi mano y me obliga a escribir. Lo que no supe hacer la noche anterior, surge ahora de manera forzosa. Lágrimas y tinta se mezclan para decorar la estancia. Mi mano ejecuta las órdenes que anoche nos diste y repite el mismo mensaje: EL LARGO. ¿No querías saberlo?
Cuando oí las llaves y supe que entrabas, el bolígrafo se despegó al fin. Cayó y retumbó la casa, como si pesara cien kilos, quebrando el mosaico modernista del suelo, otra desgracia. ¿Y ahora qué? Ahora te tocaría leer. Leer y contemplar la masacre. Ser testigo del desastre. Y la verdad. ¿Qué cara poner? ¿Cómo explicar mi esquizofrenia transitoria?
Me miraste. No traías la cara de perro rabioso con la que te habías largado. Traías ojos de cordero. Pero ¿no estabas viendo? ¿No había sangre en tus venas?
Cogiste el bolígrafo del suelo, lo guardaste en el bolsillo y dijiste:
- Lo siento. No quería que esto acabara así. Te di la oportunidad anoche. Te hubiera perdonado, te lo juro, pero no fuiste capaz de confesar. Esperaba la verdad de ti. Tanto predicarla ¿para qué? ¿Para quién? Para los demás, claro… Me has decepcionado y lo siento… Esta mañana he venido a recoger mis cosas, pero estabas durmiendo y no he querido despertarte. He pensado en lo sucedido y creo que no era tan difícil lo que te pedía. He buscado el bolígrafo bajo el sofá, junto a las pelusas que tanto nos cuesta barrer, y de repente, he estallado en cólera. Mis vísceras se han revuelto recordando tu cinismo y no he podido evitarlo. Lo siento. Yo no quería. Lo juro. Lo sabía desde hace días… John, el Largo no sabe guardar un secreto. Lo que tú no supiste hacer anoche, revelar de una puta vez la verdad, lo he tenido que hacer yo esta mañana. He destrozado la casa, lo sé. No te preocupes, pagaré los arreglos. Pero yo me marcho. Te dejo. En otra parte me espera la vida.
Coges la puerta y adiós.
*
Vaya, me ha gustado este relato, tiene intensidad y te agarra, casi como ese boligrafo que hizo escribir a la narradora tantas cosas sobre la pared.
ResponderEliminarLlevas muy bien al lector. Me gusta como escribes.
Saludos