lunes, 31 de enero de 2011

Aquí estoy de nuevo contigo, dios de las pequeñas teclas, para hacerte partícipe, como ya es costumbre, de mis tribulaciones. Debería sentarme frente a ti todos los días, todas las noches, desgastar tus letras y llegar al estado milagroso en que los dedos se mueven solos, posesos, obsesos, sometidos a una fuerza sobrehumana, mística. Ansia desbordante, necesidad inexcusable. De hablar. De sacar lo que hay dentro. Porque sí, hay vida y esperanza, mucho espíritu comprimido en cincuenta kilos de carne. Un soplo de alma que se escapa, a veces, del cuerpo,  en esas ocasiones divinas, y se mete en ti, dios de las pequeñas teclas. Eres testigo. Ahora estoy en el empeño de escribir otra novela. ¿Qué te parece? Necesito adentrarme en otras vidas. Y así lo haré. Intercalaré mi realidad de vez en cuando, porque inevitable es, pero me emplearé a fondo para que mis personajes me abduzcan. Necesito escapar de este día a día mío que me resulta cada vez más difícil, caprichoso y estéril. ¿Qué me queda? Lo he meditado en serio: o me marcho de aquí, a algún lugar donde nadie me conozca, donde la existencia no consista en una frenética cuenta atrás, donde puedan vivirse los días respirando, sin ahogos (pobre ilusa); o me dejo la piel en un último esfuerzo por abrirme camino en la sociedad que me ha tocado. Lo voy a intentar, antes de dejarlo todo, voy a intentarlo a través tuyo. Me propongo escribir una historia y vivirla. Si lo consigo, me curaré. Estoy segura. Si funciona habré descubierto el antídoto a mi apatía, a mi dolor. Será como inyectarme luz. Para iluminar mis pasos.
Antes de dejarlo todo... Puñetera trampa. Siempre caigo. ¿Qué es todo? Precisamente porque no siento nada, casi cojo la maleta y desaparezco.  Mis sueños no se han cumplido. Me he estafado a mí misma. Me convencí solita para creer en una vida posible, la felicidad al alcance de mi mano. Lo único que alcancé fue polvo. Pregúntale al polvo y te dirá lo que ha visto. Que los días son largos, que pasan despacio y, en cambio, los años parecen minutos. Aquí estoy sentada, tecleando para transmitirte el pensamiento, ahora de mis treinta y cinco años. Antes fueron quince, veinte, veinticinco y treinta. Pasan los lustros y yo sigo aquí, igual, sólo se mueven los dedos… y las entrañas. Y a mi alrededor nacen y mueren primaveras. Llueve y nieva. Yo sigo sentada. El mundo se mueve y padezco. La existencia me puede. No sé dónde estoy; el tiempo y el espacio se funden en un único plano y mis ávidos sentidos investigan esta nueva dimensión. Una percepción inaudita. No parecen detectarla muchos, aunque a veces descubro entusiasmada que existe gente como yo. Sí, la hay. Los he leído.
GOLINDA 

sábado, 29 de enero de 2011

A veces, llamo en sueños a mis padres para que me lleven de vuelta a un mundo ajeno al desencanto. Apelo a mi memoria para que me transporte a la felicidad que fue mi infancia.
                                                                                                                GOLINDA

jueves, 27 de enero de 2011

EL HOMBRE HIPOPÓTAMO                              
Berta sube al autobús y, venciendo el miedo a la palabra, pregunta al conductor si pasa por el cementerio. Le responde que sí, que es el final de trayecto. Con un hilillo de voz, ella da las gracias y busca asiento.  Hay dos sitios vacíos al fondo y camina hacia allá de puntillas, como una bailarina, procurando no rozarse con nadie, sorteando bolsos y chaquetas, barrigas y culos, carpetas y paraguas. No soporta el contacto. Tiene que darse prisa, le pueden quitar el ansiado lugar, y con ese meneo de cuerpo, esquivando a uno y a otro, por fin lo consigue. Se sienta junto a la ventana, ahí se acurruca y suspira. Prueba superada. Aunque sabe que, tarde o temprano, alguien ocupará el asiento de al lado. Sólo desea que le toque una persona discreta, que no invada su espacio.
Esperando que amaine y no caiga otro aguacero, se impacienta pensando en si estará a tiempo de cumplir su propósito. La puntualidad no es lo suyo. Ha quedado con un tal Matías, amigo de su madre muerta y a quien nunca ha visto. Un encuentro decisivo, en el que Berta ha depositado la esperanza de poder al fin desprenderse de sus miedos.
Abstraída en estos pensamientos, ignora el peligro inmediato que le aguarda el destino. Un hombre ha subido al autobús. Uno entre tantos. Pero éste amenaza. El tipo busca sitio, como es natural, y a paso firme, un pie tras otro, sin importarle los roces, llega hasta Berta. Ya es tarde cuando ella se da cuenta de la magnitud del desastre. Cruza los dedos, cierra los ojos y reza: por Dios, que no se siente aquí, que no se siente aquí, por Dios… Pero Dios desoye su súplica y consiente la hecatombe.
Un hipopótamo humano embute sus carnes en un espacio en el que cualquiera hubiera jurado que no cabían. Pero si una cosa tienen las carnes es que son mórbidas y móviles y pueden echarse para arriba, para abajo y para los lados. Y el lado donde está Berta ha resultado todo un respiro para este cúmulo de grasa. Respiro el que ella ya no tiene, no le queda aire y el asma acecha. La ansiedad y los michelines ajenos comprimen su diminuto tórax.
Por si fuera poco, el gigante, ajeno a las tribulaciones de su joven compañera, saca cuaderno y bolígrafo y empieza a escribir. Atrincherada contra el cristal de la ventana, Berta se siente morir. Y no quiere. Así no.
¿Cómo decirle a este monstruo que la está aplastando? ¿Cómo, sin ofenderle? Ella, precisamente ella, que defendió siempre a los desfavorecidos, por sentirse uno de ellos, un bicho raro, entre una multitud de cisnes.  
¿Cómo poner en evidencia la propia evidencia sin causar mal? Ella no puede. No puede ir en contra de sus principios. Moriría. Pero es que está muriendo ya.
Sin pretenderlo, al retorcer su cuerpo producto de la agonía, Berta le da un codazo y el hombre gira hacia ella su vetusto cuello:
-          ¿Qué ocurre? ¿Es que nunca has visto a un gordo?
-          No, no, si usted no está gordo…
Por dentro vomita ante esa desesperada muestra de cinismo o estupidez.
El bolígrafo no cesa, entre las butifarras índice y pulgar, porque no son dedos, son butifarras. Ella, de reojo, logra leer lo que el hombre está escribiendo:
Diario de un hombre hipopótamo.
 Estoy aplastando a una muchacha y la pobre no se atreve a decírmelo. Es de buena pasta, sin duda. Otro ya estaría despotricando en contra mía, por insolente, por descarado, por atrevido, por gordo. Todos mis problemas se resumen en uno: soy una bola de sebo. No se ve en mí nada más. A nadie le sobra el tiempo para rascar y ver lo que hay dentro. Sólo tú, sólo tú Carmen, supiste.
Berta lo ha leído. No puede contener la emoción y llora. Su madre, además, también se llamaba Carmen. Conmovida, no importa el asma, no importa la ansiedad de sentirse acorralada, no importa nada más que él, ahora mismo… El hombre hipopótamo ha visto las lágrimas, ha oído suspiros y confiesa:
-          Lo siento, sé que quieres salir, pero no puedo moverme. He quedado empotrado entre los asientos. No puedo levantarme. Estás condenada a viajar conmigo hasta el final del trayecto.
-          No importa. No se preocupe. Voy al cementerio.
-          Yo también.
-          Lo que ocurre es que temo llegar tarde a mi cita, hay mucho tráfico los días de lluvia, el autobús va despacio, ya sabe... Eso es todo.
-     ¿Has quedado con alguien allí?
-     Sí, pero no se preocupe. Puedo llamarle y advertir mi retraso.
-     Eres muy amable, pero no haces buena cara. Estás morada.
-     Oh, no, no, estoy bien, no pasa nada…
Berta es capaz de tragarse su muerte si con ello contribuye un poquito al bienestar del hombre hipopótamo. Además, en circunstancias como ésta, de modo casi providencial y divino, su lengua se suelta y la verborrea la invade.
-     Cada año voy al cementerio a visitar a mi madre difunta. Pero este año es especial. He quedado con alguien, un tal Matías. Un amigo, de quien yo desconocía su existencia, me ha localizado para citarme. Dice conocer los secretos de mamá. Y yo necesito saberlos. Yo necesito saber si ella me quería…
-     Estoy seguro que sí. Sólo hay que verte.
-     Soy más fea que usted.
-     Pero más delgada y buena.
-     No lo sé. No lo sé…
El autobús llega a destino. Cementerio, final de trayecto. El conductor acude para ver qué sucede. Al comprobar que tiene a dos pasajeros atascados, pide refuerzos.
-     ¿Por qué no llamas a este amigo?
-          Sí, le llamaré. Puede pasar mucho rato hasta que nos saquen de aquí. Incluso después, si usted quiere, podemos ir a tomar un café calentito y charlar. Parece que vuelve a llover y hace frío. No vendrá de ahí.
-     Acepto, pero avísale antes.
Berta obedece y llama a Matías. El teléfono del hombre hipopótamo empieza a sonar.
-     Ahora le llaman a usted. ¿No será Carmen?
-     Tal vez su hija…

domingo, 23 de enero de 2011

Nunca más. No osaron mis pies a pisar ya la noche. Ni mi lengua a mojarse de alcohol. No me despeinó más el viento. No he vuelto a ser lechuza. No voy a comer más ratón.

GOLINDA

sábado, 22 de enero de 2011

Abandono el juego que se libra allá fuera, en las calles. Decidido. Me rindo. Ya no soy ficha activa. Me pueden los que vienen por detrás y los que, saliendo a mi vez, llegaron más lejos. Yo también fui fuerte, fui guapa, me comía el mundo a bocados, pero me cansé de tragar mierda. Un antes y un después. Un día clave. Me convertí en lo que soy ahora. El mundo me repudia, no encajo, no hay sitio. Y cuanto menos quepo, más convencida estoy de que debo seguir tocando mi flauta.

GOLINDA (Escribir o morir), Ediciones Atlantis


“Tocar nuestras pequeñas flautas entre cañones y altavoces, aceptar la inutilidad de nuestras acciones y también su ridiculez, ésa ha de ser nuestra forma de valentía.”
Hermann Hesse

viernes, 21 de enero de 2011

Te encuentro en el bar, leyendo el periódico, tomando café. Pido un cortado y me siento contigo. Preguntas qué tal va todo y respondo que mal. Han matado a mi jefe y sospechan de mí.

-        ¿Tenías razones?
-        No me faltaban. Era un cabrón. Pero soy incapaz de matar una mosca.
-        Yo he matado unas cuantas. También cucarachas, culebras y ratas.
-        ¿Y no te da cosa?
-        Más cosa me da que me invadan.
-        A veces es mejor acabar de raíz con el problema.
-        Inevitable y necesario.
-        ¿Has matado gatos?
-        Gatos nunca. Jamás me invadieron.

Revuelvo en mi bolso en busca de tabaco, pero aquí no permiten fumar. Además, lo he dejado, aunque mis pulmones, mi cerebro y mis dedos se nieguen a aceptarlo.

-        ¿No tendrás un cigarro?
-        Yo no fumo. No me gusta dejar huella. No comprendo cómo algunos criminales van dejando colillas alrededor de sus víctimas. Son estúpidos.
-        Hay de todo en la viña del señor.
-        ¿No te despidió ayer tu jefe?
-        Sí. Me dijo que lo sentía mucho, que estaba encantado con mis servicios, pero ya no los precisaba.
-        ¿Y qué hiciste?
-        ¿Qué voy a hacer? Recoger mis cosas, cagarme en su madre y esperar la liquidación. ¿Qué hubieras hecho tú?
-        Yo hubiera esperado a que se quedara solo. Me hubiera puesto unos guantes de látex, en la cabeza una media de nylon y habría entrado en su despacho. Habría apagado las luces y con voz de fantasma le habría dicho que durante estos últimos años, debería haber mirado más tu cara y menos tus tetas, que debería haber dejado que salieras antes por las tardes para poder verte yo y no tanto él. Le hubiera clavado un cuchillo y allí le habría dejado muriendo.

Mis manos furiosas agitan el bolso. Necesidad de nicotina para paliar el momento. Te levantas y pagas. Te diriges a la puerta y me adviertes.

-        Hay un tipo en la barra que te está vigilando.
-        Yo no he hecho nada.
-        Te has encontrado conmigo.

Te marchas. En mi bolso no hay tabaco. En mi bolso hay un cuchillo.

sábado, 8 de enero de 2011

-     Mamá, ¿cómo han hecho los Reyes para traerme la bicicleta?
-     Son mágicos.
-     ¿Por qué?
-     Porque ayer se levantaron a las siete de la mañana y trabajaron durante diez horas. Después se enlataron en el metro para llegar a  casa cuanto antes y sin siquiera quitarse el abrigo y las botas, comieron un bocadillo improvisado con los restos de la cena. Un pipí rápido y salir otra vez escopeteados, confiando en que su memoria les guiaría hasta el lugar exacto donde estaba el coche. Es lo que tiene aparcar en la calle, uno nunca se acuerda dónde lo dejó. Localizado al fin, han conducido hasta los grandes almacenes y casi atropellan a un ciclista. Han pensado entonces que tal vez no fuera tan buena la idea de regalarte una bicicleta. Hay mucho loco al volante. Ya en la tienda, han corrido hasta la sección de deportes y han sido testigos de cómo otros reyes magos se llevaban para otro niño la última bicicleta. Agotadas las existencias. Puñalada en el hígado. Pero raudos e imbatibles, se han trasladado hasta otros grandes almacenes y el dependiente les ha informado de que ya no tienen bicicletas en oferta, pero les queda una que es maravillosa y que cuesta el doble. De acuerdo, responden los reyes, tiraremos la casa por la ventana. Seguirán las restricciones en nevera y paladar.  Pasan por caja y pagan su compra. El manillar y los pedales son caprichosos y no quieren entrar en el maletero. Abatiendo los asientos, calculando dimensiones e implorando un milagro, lo consiguen. Conducen de vuelta a casa y esconden tu regalo en la galería, tapándolo con una manta, con la esperanza de que no lo descubras cuando vuelvas, de que no tires de la manta, de que no preguntes qué hay debajo, de que no se te ocurra salir a la galería. Después parten hacia casa del abuelo para recogerte y regresáis a vuestro hogar. Los reyes te hacen la cena y dices que no te gusta este puré de verduras, que lo notas diferente y ellos confiesan que han añadido garbanzos. Te comes la mitad y peleando contigo consiguen ponerte el pijama y que te laves los dientes. Preparáis juntos una bandeja con galletas, zanahorias, lechuga y un poco de pan para los camellos porque te han dicho que llegarán hambrientos. Y tú decides ponerles agua para colmar su sed. Te leen el cuento de los tres cerditos porque saben que es tu preferido y te acuestas. Pero la emoción no te deja dormir y con tu llanto tú no dejas a los reyes que cenen, que descansen, que lo dejen todo listo… Cuando de puro agotamiento te duermes ya, los reyes te dan un beso de buenas noches y proceden a envolver tu bicicleta y colocarla junto al árbol. Devoran ellos mismos las galletas, las zanahorias, la lechuga y el pan, porque prefieren dormir antes que cocinar y allí mismo caen redondos, presos de la magia y el absurdo, todavía con el abrigo y las botas puestas.
-     Mamá, ¿y tú por qué no te has quitado las botas y el abrigo?
-     Porque ayer me levanté a las siete de la mañana y…