LA PASTILLA
Llego a casa y no estás. Sobre la mesa un plato de lentejas a medio comer. La cuchara sumergida en las legumbres frías y apelmazadas. Un vaso de agua con la huella de tus labios. Labios que a mí hoy no me han besado. La pastilla casi no la veo, pero ahí está, camuflada entre los cuadrados del mantel. Te has ido a destiempo. Algo ha reclamado tu presencia y has tenido que salir ¡sin tomarte la pastilla!
Los platos por fregar, la cama sin hacer y la radio encendida, evocando una música que ahora me parece trágica, presagios de un incierto desenlace.
Te llamo por teléfono, pero tu móvil está desconectado. Hastiada me tiene ya esa voz grabada de la operadora que me insta a dejar un mensaje. Y obedezco, implorando compasión. Llámame, por favor, no me hagas esto.
Deambulo por el piso, tratando de encontrar una pista, esperando una respuesta. Sin noticias van pasando minutos eternos que agotan mi paciencia. Como un fantasma te has esfumado, sin procurar siquiera una caricia mía, una mirada, una despedida. Estás corriendo un riesgo innecesario. Tu cerebro necesita la sustancia. Aletargándote, aturdiendo las pocas neuronas que deben quedarte (admitámoslo); pero salvándote, a cambio, de paranoias y desvaríos. Parece mentira que no hayas aprendido la lección. Sabes que el ritual es sagrado. Yo misma te dejé la pastilla preparada y a la vista esta mañana. Lo hago todos los días. ¿Por qué la has obviado? Es fácil tragarla.
¿Te has vuelto loco o acaso te han secuestrado? Alguna de esas memas que trabajan contigo y ambicionan tu compañía y también tu polla.
No soy conformista. No me educaron para resignarme ante la adversidad. Tengo que encontrarte. Salgo a la calle en tu busca.
No estás en el bareto de la esquina. Pregunto a Manolo, muy atareado sirviendo cafés, y me informa que no estuviste esta mañana tomando el carajo. No te vio en todo el día. Aprovecho para pedir un cortado y encender un pitillo, con la intención de relajarme y pensar durante siete minutos, lo que tardo en consumir el cigarro, pero Manolo me recuerda que no se puede fumar y me jode el momento. No entiendo nada.
En el videoclub no has estado. No has devuelto El Quimérico Inquilino de Polanski y hoy era el último día. Nos pondrán una multa. Tres euros menos en nuestro bolsillo. Seguro que le has dejado la película a alguna del curro. Voy para allá. No tiene nombre lo que me estás haciendo. No tienes perdón. Con lo que yo te quiero.
El tipo del kiosco tampoco te ha visto. Y eso que ha estado pendiente porque te guarda el último Seat 600 de la colección. Dice que si no lo recoges esta tarde, lo venderá a otra persona. Se lo compro yo misma para que veas que pienso en tus cosas.
Me presento en tu oficina y se extrañan al verme. Una de las secretarias, la que tiene dos globos por tetas, me informa que hoy te dieron día libre y que no te han visto el pelo. La humanidad se ha confabulado en mi contra. Nadie te ve, están todos ciegos o te has vuelto espectro.
Antes de irme pregunto en voz alta si por casualidad alguien ha visto El Quimérico Inquilino. La de los globos responde que sí, que la vio el otro día y le resultó espeluznante. Tú sí que eres espeluznante, le digo, y le lanzo el 600 para pincharle una teta, pero le doy en la boca con la mala fortuna de partirle los dientes.
Regreso a casa taquicárdica, sin fuerza para vencer el complot, agotada de tanta conjura.
Te encuentro sentado en el sofá, las manos en la cabeza. Has recuperado la masa, ya eres visible.
Me dices que acabas de llegar, que saliste temprano, que has estado en la montaña visitando a tus tíos, que si no me acordaba. Respondo que no. Entre tus dedos índice y pulgar, la pastilla blanca y redonda da vueltas.
- ¿Por qué no te la has tomado? – me preguntas furioso.
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