lunes, 28 de febrero de 2011

LA PASTILLA
Llego a casa y no estás. Sobre la mesa un plato de lentejas a medio comer. La cuchara sumergida en las legumbres frías y apelmazadas. Un vaso de agua con la huella de tus labios. Labios que a mí hoy no me han besado. La pastilla casi no la veo, pero ahí está, camuflada entre los cuadrados del mantel. Te has ido a destiempo. Algo ha reclamado tu presencia y has tenido que salir ¡sin tomarte la pastilla!
Los platos por fregar, la cama sin hacer y la radio encendida, evocando una música que ahora me parece trágica, presagios de un incierto desenlace.
Te llamo por teléfono, pero tu móvil está desconectado. Hastiada me tiene ya esa voz grabada de la operadora que me insta a dejar un mensaje. Y obedezco, implorando compasión. Llámame, por favor, no me hagas esto.
Deambulo por el piso, tratando de encontrar una pista, esperando una respuesta. Sin noticias van pasando minutos eternos que agotan mi paciencia. Como un fantasma te has esfumado, sin procurar siquiera una caricia mía, una mirada, una despedida. Estás corriendo un riesgo innecesario. Tu cerebro necesita la sustancia. Aletargándote, aturdiendo las pocas neuronas que deben quedarte (admitámoslo); pero salvándote, a cambio, de paranoias y desvaríos. Parece mentira que no hayas aprendido la lección. Sabes que el ritual es sagrado. Yo misma te dejé la pastilla preparada y a la vista esta mañana. Lo hago todos los días. ¿Por qué la has obviado? Es fácil tragarla.
 ¿Te has vuelto loco o acaso te han secuestrado? Alguna de esas memas que trabajan contigo y ambicionan tu compañía y también tu polla.
No soy conformista. No me educaron para resignarme ante la adversidad. Tengo que encontrarte. Salgo a la calle en tu busca.
No estás en el bareto de la esquina. Pregunto a Manolo, muy atareado sirviendo cafés, y me informa que no estuviste esta mañana tomando el carajo. No te vio en todo el día. Aprovecho para pedir un cortado y encender un pitillo, con la intención de relajarme y pensar durante siete minutos, lo que tardo en consumir el cigarro, pero Manolo me recuerda que no se puede fumar y me jode el momento. No entiendo nada.
En el videoclub no has estado. No has devuelto El Quimérico Inquilino de Polanski y hoy era el último día. Nos pondrán una multa. Tres euros menos en nuestro bolsillo. Seguro que le has dejado la película a alguna del curro. Voy para allá. No tiene nombre lo que me estás haciendo. No tienes perdón. Con lo que yo te quiero.
El tipo del kiosco tampoco te ha visto. Y eso que ha estado pendiente porque te guarda el último Seat 600 de la colección. Dice que si no lo recoges esta tarde, lo venderá a otra persona. Se lo compro yo misma para que veas que pienso en tus cosas.
Me presento en tu oficina y se extrañan al verme. Una de las secretarias, la que tiene dos globos por tetas, me informa que hoy te dieron día libre y que no te han visto el pelo. La humanidad se ha confabulado en mi contra. Nadie te ve, están todos ciegos o te has vuelto espectro.
Antes de irme pregunto en voz alta si por casualidad alguien ha visto El Quimérico Inquilino. La de los globos responde que sí, que la vio el otro día y le resultó espeluznante. Tú sí que eres espeluznante, le digo, y le lanzo el 600 para pincharle una teta, pero le doy en la boca con la mala fortuna de partirle los dientes.
Regreso a casa taquicárdica, sin fuerza para vencer el complot, agotada de tanta conjura.
Te encuentro sentado en el sofá, las manos en la cabeza. Has recuperado la masa, ya eres visible.
Me dices que acabas de llegar, que saliste temprano, que has estado en la montaña visitando a tus tíos, que si no me acordaba. Respondo que no. Entre tus dedos índice y pulgar, la pastilla blanca y redonda da vueltas.

-        ¿Por qué no te la has tomado? – me preguntas furioso.

*

miércoles, 16 de febrero de 2011

Como todos los sábados, Golinda, vas a la librería de Blas. Llegas sofocada y de mal humor.
-         Hola Blas.
-         Llegas tarde hoy.
-         Hay un tráfico del carajo.
-         ¿No has venido en metro?
-         No, cada vez me gusta menos. No soporto los vapores de mis congéneres. Si es que a esos individuos se les puede considerar de mi especie…
-         La rarita eres tú. Esos individuos serán gente normal que va a trabajar, digo yo…
-         Cómo se nota que no coges el metro.
-         ¿Has cogido el 600?
-         Qué remedio. Hoy me encuentro indispuesta. No me apetecía ser sardina enlatada en los subterráneos de esta ciudad. Pero no sé qué ha sido peor. No tolero los atascos y cruzar la urbe en mi estado ha sido una heroicidad. Casi muero de ansiedad y dolor.
-         ¿Otra vez la regla?
-         Sí, cada mes la regla. Ya podía ser cada año. La barriga me estalla y no paro de sudar, me chorrean la frente y las manos, además de lo de abajo.
-         Ahórrate detalles.
-         No sé si podré hacer gran cosa hoy, no quiero empapar los libros, los deformaría. Esto es indecente. Ya desde los nueve años sufriendo estas atrocidades.
-         Sí, ya me acuerdo. Fuiste la primera niña de nuestro curso. Qué precocidad.
-         He sido precoz en casi todo.
-         Lástima que ahora te estés quedando atrás.
-         ¿A qué te refieres?
-         Ya me entiendes… También lo digo por mí. A nuestra edad la gente ya se ha independizado y  tiene su propia familia o, al menos, está en ello… A nosotros nos queda un largo camino todavía…
-         Bueno, tal vez no. Un día de estos tengo que confesarte algo.
-         ¿Qué?
-         Ya te lo contaré. Ahora me encuentro mal.
-         ¿Te has tomado la pastilla para el dolor?
-         Sí, pero ya no me hace efecto. No sé qué va a ser de mí. Tenía que haberme quedado en casa. Pero, ya que he hecho el esfuerzo, imploro paciencia. Buscar aparcamiento ha sido la segunda odisea del día. Casi me mato con una mentecata que quería quitarme el sitio.
-         Bueno, tranquila, ve a tomar un café y relájate.
-         ¿Café? ¿Quieres que estallen mis nervios?
-         Pues tila.
-         No, no. Me sentaré un rato aquí.
-         Cuando hayas descansado arregla aquella estantería.
-         A sus órdenes, mi capitán.
-         Deja la sorna. Yo tampoco estoy católico.
-         ¿Qué te pasa? ¿Te duelen los huesos? ¿Crees que va a llover?
-         No es eso. Es igual, déjalo. Pienso demasiado y no es bueno. Me encuentro solo, simplemente. Estoy en una etapa de gran dilema existencial. Y no me gusta. En fin, dejémoslo. No tengo ganas de hablar. Tengo que cuadrar números y la contabilidad, ya lo sabes, no es lo mío.
-         Recuerda que a última hora tengo clase de inglés, aunque no sé si mi cuerpo aguantará.
-         Ya podrías ir a inglés entre semana y no precisamente el sábado.
-         También voy entre semana. Pero ¿qué culpa tengo yo que la clase de conversación la hagan los sábados? Si supieras lo vital que es para mí aprender cuanto antes este idioma…
-         No lo entiendo, no sé qué empeño te ha cogido, pero tú sabrás…
-         Es posible también que me apunte a un curso de cocina.
-         Tú y los cursillos…
Blas se mete en la trastienda taciturno. Golinda, tú crees que está pensando en ti. Crees que has dado en el blanco. Que le has dejado con la intriga, que sus neuronas trabajan para averiguar qué estás planeando, qué tienes que confesarle… Crees que está triste porque percibe que ha habido un punto de inflexión en tu vida y no has sido capaz de contarle qué sucede, tú, su amiga tan especial… Está celoso. Pero te equivocas. Él está abstraído en sus cosas, se encuentra en una fase crucial en su vida, ¿no lo ves? No quieres verlo, sólo te preocupas de ti misma. Le quieres mucho, sí, tu amigo del alma, pero no te interesa que piense demasiado, a ti ya te están bien las cosas tal y como están. No piensa en ti, no lo pretendas, déjale espacio. Al pobre le pesa su soledad, tú no lo entiendes, y para colmo, en la trastienda le espera una mesa repleta de facturas, albaranes y demás papeles.
Archivadores que no archivan, carpetas que no encarpetan, cajones que no contribuyen al orden, pues lo que contienen nadie lo sabe,… Como herramientas de trabajo: una calculadora, bloc de notas, lápices y bolígrafos que seguramente no escriben y una caja de hojalata para la recaudación diaria. Un caos entre tanta literatura. Los números no son de nadie, nadie los quiere, pero allí están, no hay más remedio si se quiere llevar el negocio. Sólo hacienda y la paciencia se reúnen cada mes en un punto del cerebro de Blas para sacar algo en claro.
Tú te desentiendes. Te gustaría ayudar, pero ¿qué puedes hacer? Tu talento no está para perder el tiempo en números. Eso no te pertenece. Pobre de ti, bastante tienes con lo tuyo ¿verdad? Mírate, ahí sentada, agonizando porque tienes la regla, despatarrada en la silla… ¡Qué imagen! Si ahora entrara un cliente… Intentas que se te pase el dolor usando técnicas de relajación: inspirar, expirar, inspirar, expirar… Tu pensamiento vuela hacia Nueva Orleans. Tienes que contárselo ya. Se acerca tu cumpleaños, iréis a cenar por ahí como todos los años y se lo dirás. ¿Te tomará por loca? ¿Cruzar el charco para encontrarte con tu amado? Ni siquiera sabe que tienes amado… Los amigos son los amigos. Sólo tienes uno, pero puedes dar gracias.

Fragmento de GOLINDA (Escribir o morir), Ediciones Atlantis

martes, 8 de febrero de 2011

LA BARRA DE PAN
Abres la nevera y compruebas que sólo te queda medio tomate, una loncha de jamón dulce que se está quedando tiesa y tres dedos de leche. Tienes hambre. Necesitas pan. Una barra de cuarto sería ideal para untarla con tomate y hacerte un delicioso bocadillo de jamón. Y si te sobra algo de pan (guárdate un chusco), puedes tostarlo esta noche y mojarlo en leche, solucionando así la cena. Coges el monedero y cuantificas la chatarra: trece céntimos de saldo. Te faltan cincuenta y siete para poder comprar la barra. Buscas en los bolsillos de tu ropa por si aparece alguna moneda rebelde. No hay suerte. Tampoco tienes hucha. No te gustaron nunca los cerditos con ranura. Y ahora maldices el momento en que decidiste no comprar aquella hucha con forma de canguro tan graciosa que viste en una tienda de los chinos. Aquel día preferiste unos muslos de pollo para saciar tu apetito, lejos de caprichos absurdos. Debajo del sofá y camuflados entre la pelusa inmunda que allí se acumula, encuentras cinco céntimos. Ya sólo te faltan cincuenta y dos.
Sales a la calle con afán de recolecta. No te atreves a pedir, siempre tan recatada y discreta. Pero sí osas patearte el barrio en busca de morralla. Cabinas telefónicas quedan pocas, pero aún permanece alguna, olvidada y perdida, en chaflanes remotos. Todavía hay quien se resiste al teléfono móvil, sin duda personas de carácter, orgullosas de su desactualización tecnológica. Son ellos quienes regalan moneditas a la Telefónica o a unos dedos desesperados como los tuyos que escudriñan los cajetines en busca del premio. Diez céntimos.
Ya sólo te faltan cuarenta y dos.
Te paseas por los comercios de la zona simulando interés en complementos o zapatos que a ti se te antojan superfluos. A la pregunta insistente y obligada de los dependientes, ¿qué desea?, respondes, sólo estoy mirando, gracias. Finges, pero no mientes. Estás mirando el suelo porque sabes que hay mucho despistado. Y allí, al lado del mostrador, no puedes creerlo, una moneda de veinte céntimos te saluda con su brillo inmaculado. Te agachas a cogerla, aparentando que te pica un pie. Y te vas. Ya sólo faltan veintidós.
En el parque no hallas dinero. Pero sí un montón de piñones que han caído de los pinos. Ya no será tan insulsa la cena. También encuentras un mueble que quedaría muy bien en tu habitación. Los cajones siempre resuelven. Pero te sientes incapaz de cargarlo hasta casa. Desistes. Además, tu misión en el día de hoy es otra.
Si no te das prisa, van a cerrar la panadería. Las horas pasan volando, tu estómago gruñe y tu angustia va en aumento. Caminas calle abajo, sin apartar la mirada del suelo, esquivando esputos y mierdas de perro. En la esquina topas con un vagabundo quien al ver los piñones te hace una oferta:
-        Te doy diez céntimos por siete piñones.
Aceptas. Ya sólo te faltan doce.
Se te ocurre ir a la playa. No dispones de un detector de metales, pero sí tienes manos. Las sumergirás en la arena que siempre te dio tanta grima, arando con los dedos la orilla, con la esperanza, no de capturar berberecho o almeja, ni de que crezca cebada o maíz, sino de encontrar tu botín. Todo sacrificio merece recompensa. Un collar, dos mecheros y cuatro céntimos. Ya sólo faltan ocho.
Caminas de vuelta y entras en una cafetería.
-        ¿Qué desea? – preguntan.
-         Nada, muchas gracias. Estoy buscando a un amigo. – disimulas.
Te diriges al fondo e inspeccionas el suelo. Una monedita de cinco céntimos te ha visto. Ya sólo faltan tres.
Sólo tres céntimos y están a punto de cerrar la panadería. Vas al cajero automático y examinas los rincones. Sin rastro en metálico. Hastiada sales a la calle, te estás dando por vencida. Pero el vagabundo lo adivina en tu rostro:
-        ¿Qué te pasa?
-        Me faltan tres céntimos.
-        Te doy cinco por el collar.
-        Sólo necesito tres.
-        De acuerdo.
Ya no te falta ninguno. Corres hacia la panadería y entras justo cuando se disponen a bajar la persiana.
-        Está de suerte. Es usted el último cliente. Y al último cliente le perdonamos.
-        ¿Cómo?
-        El último cliente no paga. Estrategias del jefe. Dígame, ¿qué quería?

*

viernes, 4 de febrero de 2011


-         ¿Estás repasando la Constitución, Golinda? A ver si apruebas esta vez...
-         Me la sé al dedillo. ¿Qué pasa papá, no confías en mí? ¿Tengo yo la culpa de que la mayoría de las plazas estén asignadas de antemano?
-         Yo no lo creo. Sería una estafa.
-         ¿Acaso te extraña?
-         Antaño tal vez, ¿pero ahora?
-         Ahora es peor. Ahora la dictadura se disfraza de democracia. ¿Crees realmente que a alguno de ésos le importa el populacho?
-         ¿Por qué eres tan incrédula? ¿A quién habrás salido?
-         La vida me lo ha enseñado, papá. Y los libros. Puedes dar gracias que no soy conformista. Y eso, en parte, te lo debo a ti. Siempre decías que debía apuntar alto y no abatirme ante la adversidad.
-         Tu madre era tan fuerte y decidida. Puro coraje y dulzura.
-         Exactamente igual que yo. He salido a ella. No te preocupes, papá. Sacaré la oposición y las cosas nos irán mejor. Podrás disponer de tu pensión íntegra.
-         Supongo que me darás parte de tu sueldo. Los funcionarios ganan bien.
-         Ya veremos cómo nos organizamos.
-         La cena está lista. Pon la mesa, por favor, estoy cansado.
-         Ahora no puedo, estoy escribiendo...
-         Hija…
-         ¿Por qué estás cansado? ¿Qué te pasa?
-         Me hago viejo, Golinda. ¿No te das cuenta?
-         Estás hecho un chaval.
-         Estoy estupendo para mi edad, pero son ya setenta y cinco. Tengo achaques, hija.
-         Venga papá, te duele la espalda porque has estado otra vez con el taladro y el martillo. No debes hacer esfuerzos, ya lo sabes. Ni subirte a la escalera de modo tan arriesgado. Pero poner dos platos y dos vasos... eso sí puedes hacerlo.
-         He vuelto a ganar a la petanca. Necesito más estantes para poner mis trofeos y como tú no me ayudas...
-         Estoy escribiendo papá, trato de afilar mi talento, mi destreza con la pluma…; no puedo perder el tiempo ni dejar pasar la inspiración. En mi cabeza hierven ideas apasionantes y sería un sacrilegio no dejar constancia de ellas. Debo escribir y plasmar sobre papel lo que surge de este alma tan especial que tú y mamá habéis creado. Un sentimiento puro y maravilloso, aunque incomprendido por la mayoría. Debo liberar mis sensaciones, papá. ¿No pretenderás tú también censurarme, cortarme las alas?
-         Yo no quiero cortarte nada, cariño. Tan sólo me gustaría que colaboraras un poco. Soy viejo, hija mía, y ya no puedo con todo. Pon la mesa y cenamos. Después escribe cuanto quieras. He preparado coliflor con patata.
-         Puedes jurarlo. Su esencia ha invadido la casa. No he podido concentrarme desde que ha empezado a hervir. Apesta. ¿Acaso quieres matarme? Odio la coliflor.

GOLINDA (Escribir o morir), Ediciones Atlantis

miércoles, 2 de febrero de 2011

EL OJO
Desde que le pasó lo del ojo, Laura no tiene suerte. Busca trabajo y no encuentra. En todas partes le cierran la puerta. ¿Qué pasa? ¿Detectan su rebeldía? ¿Su punto de vista inconformista y radical? No lo cree. Ella adopta la pose de mosquita muerta, de que todo le parece bien. Tiene que tragar y pasar por el aro, necesita el empleo. La economía aprieta. Camufla su verdad detrás de una sonrisa que, al no ser franca, resulta estúpida. Ella lo sabe, pero no puede remediarlo, ésa es su táctica cuando se enfrenta al mundo cuadriculado en el que tiene que acoplarse. Necesita que la contraten. No lo consigue. ¿Será por el ojo?
La han llamado para otra entrevista. Y ya es mucho, teniendo en cuenta que ha enviado docenas de currículums. Tiene que aprovechar esta oportunidad. Disfraza su cuerpo con el traje-chaqueta gris perla que detesta y que guarda en el armario para estas ocasiones. Se prepara para el acontecimiento, colgándose pendientes, pintándose la cara y dando forma a su flequillo con el secador para que de modo aparentemente casual caiga sobre su ojo, tapándolo a ser posible.
Ha cogido el autobús y ya está frente a la empresa. Fuma un pitillo para calmar la ansiedad y después mastica chicle de menta unos segundos para no oler a nicotina. Tira el cigarro, escupe el chicle y entra. Sube al ascensor, pulsa el cinco y mirándose al espejo, recoloca el mechón inquieto que no obedece a sus deseos. Maldice el día en que le ocurrió aquello.
La recepcionista guía a Laura por los pasillos hasta una sala donde la insta a acomodarse y esperar. Al rato, aparece otra chica, con pelo corto, ojos verdes, nombre vasco y gafas de montura indiscreta; de rango superior, sin duda, por sus andares y trato con la primera. Tiene la lección bien aprendida porque, además de sentarse con soltura y profesionalidad en la silla giratoria, de carrerilla y sin titubear, enumera las maravillas de la compañía, realzando la importancia superlativa de su cometido en esta sociedad, y, cómo no, informando a Laura del privilegio que supondría para ella formar parte de una plantilla muy bien avenida, a la que se obsequia con una estupenda cesta en período navideño. Haciendo bailar un bolígrafo entre sus dedos de forma exasperante, Izaskun, que así se llama, finaliza el discurso y empieza con las preguntas, muy inteligentes y oportunas, a su juicio, intentando escudriñar en lo más íntimo de la psicología de Laura para averiguar si se trata de una persona válida y eficiente para el digno y cotizado puesto de secretaria del jefe.

-  ¿Cómo sería tu jefe ideal?
-  Joven, rubio, con los ojos azules y sin corbata.
-  ¿Cuáles son tus mejores virtudes?
-  Soy una persona muy lista, con don de gentes, organizada y muy puntual.
-  ¿Y tus defectos?
-  Ahora mismo, no caigo…
-  ¿Crees que tu perfil podría encajar con el perfil de chica dinámica, habituada al trato con el cliente, con poder de decisión,...que buscamos?
-  Por supuesto. Mi perfil ha sido siempre un perfil griego muy adaptable.
-  Estás en edad fértil, ¿tienes pareja?
-  No.
-  ¿Te gustan los niños?
-  Nada.
-  ¿Fumas?
-  No.
-  ¿Disponibilidad?
-  Ya mismo.

Un cosquilleo nace en el estómago de Laura. La rabia se apodera sutilmente de su cuerpo y su alma empieza a rebelarse. Pero aún puede controlar. Aún puede. Desconecta por un momento del discurso frívolo y cínico al que ella misma se somete y consiente. Se pierde. Su pensamiento la transporta a tiempos mejores, tiempos remotos, de luz y de gloria. Tenía novio. Un hombre guapísimo y bueno, con garantía de ser un padre excepcional. Tenía trabajo. Un empleo estupendo y bien pagado. Tenía cara. Una cara simétrica y armónica. Pero cometió un error y lo perdió todo. Y ahora está aquí, en el lado oscuro, manteniendo el tipo mientras esta imbécil la avasalla con preguntas repugnantes.
De repente, la voz de Izaskun retoma el protagonismo en la sala y, como una puñalada trapera, se clava en el tímpano de Laura:

-  ¿Qué te ha pasado en el ojo?

Un instante de silencio. De tragar saliva y simular que no ha oído.

-  ¿Qué te ha pasado en el ojo?

Ah, no. Esta intromisión es inaceptable. Laura no puede tolerar la impertinencia de esta fisgona. Quisiera, pero no puede. Es superior a sus fuerzas. Duele demasiado. La gente no suele preguntar. No se atreve. Obvian la evidencia. Son cobardes. Y los que sí se atreven, son, o gilipollas, o tan valientes como para aceptar cualquier consecuencia, o cándidos samaritanos que se creen capaces de consolar almas en pena.  Izaskun es de las primeras, boba de pacotilla. Laura fue del tercer tipo. Se creyó con el don divino de apaciguar males ajenos; crédula vanidosa. Pero ya escarmentó.

-  ¿Qué te ha pasado en el ojo?
-  No voy a responder.
-  Una buena secretaria tiene respuesta para todo.
-  Métete a las secretarias y a sus respuestas por donde te quepan.
-  Responde, ¿qué te ha ocurrido?
-  Es mejor que no lo sepas.
-  ¿Por qué?
-  Créeme, yo de ti, preferiría no saberlo.
-  No entiendo el motivo.
-  Hazme caso y calla.
-  Dímelo. Estoy curada de espanto.
-  No insistas, te lo advierto.

Venciendo su instinto primitivo y visceral, Laura es capaz de razonar y darle otra oportunidad a quien considera dañina y chupaculos. Por un momento, Izaskun parece haber comprendido, todo un respiro para Laura, quien no desea más problemas. Sólo pretende un empleo. La otra, sin embargo, es más tozuda de lo que pudiéramos pensar. Una deslenguada que cumple órdenes del jefe y que, de vez en cuando, se permite la licencia de actuar por libre y dar rienda suelta a su yo profundo, en este caso, su yo curioso, mientras el bolígrafo sigue bailando entre sus dedos largos y acróbatas. Laura también preguntó, en su día, en un despacho estupendo del cual se creía dueña. Se inmiscuyó sin reparo en la calamidad de una pobre mutilada. Y le costó caro. Ahora ella es la otra. Con morbo y obscenidad esperan esos ojos verdes como el mar una respuesta. Ojos bonitos detrás de gafas feas.

-  ¿Qué te ha pasado en el ojo? – insiste la boba, grabando ya ineludiblemente su destino inmediato.
-  Si quieres saberlo, quítate las gafas.
-  ¿Para qué?
-  Para verte mejor.

Izaskun obedece y Laura le arrebata el bolígrafo que la lleva incordiando todo ese rato, dándole ideas, torturando su espíritu, recordando el hecho terrible, el acto malvado. Ella lo imita. Hace suyo el pecado. Unos ojos perfectos la miran, expectantes, la interrogan, impacientes. Laura se levanta, alza la mano y con gesto rápido y preciso penetra la pupila izquierda con el bolígrafo bailarín. Ahí queda clavado, en un océano verde y precioso.

Relato publicado en el nº244 de Letralia.com