martes, 8 de febrero de 2011

LA BARRA DE PAN
Abres la nevera y compruebas que sólo te queda medio tomate, una loncha de jamón dulce que se está quedando tiesa y tres dedos de leche. Tienes hambre. Necesitas pan. Una barra de cuarto sería ideal para untarla con tomate y hacerte un delicioso bocadillo de jamón. Y si te sobra algo de pan (guárdate un chusco), puedes tostarlo esta noche y mojarlo en leche, solucionando así la cena. Coges el monedero y cuantificas la chatarra: trece céntimos de saldo. Te faltan cincuenta y siete para poder comprar la barra. Buscas en los bolsillos de tu ropa por si aparece alguna moneda rebelde. No hay suerte. Tampoco tienes hucha. No te gustaron nunca los cerditos con ranura. Y ahora maldices el momento en que decidiste no comprar aquella hucha con forma de canguro tan graciosa que viste en una tienda de los chinos. Aquel día preferiste unos muslos de pollo para saciar tu apetito, lejos de caprichos absurdos. Debajo del sofá y camuflados entre la pelusa inmunda que allí se acumula, encuentras cinco céntimos. Ya sólo te faltan cincuenta y dos.
Sales a la calle con afán de recolecta. No te atreves a pedir, siempre tan recatada y discreta. Pero sí osas patearte el barrio en busca de morralla. Cabinas telefónicas quedan pocas, pero aún permanece alguna, olvidada y perdida, en chaflanes remotos. Todavía hay quien se resiste al teléfono móvil, sin duda personas de carácter, orgullosas de su desactualización tecnológica. Son ellos quienes regalan moneditas a la Telefónica o a unos dedos desesperados como los tuyos que escudriñan los cajetines en busca del premio. Diez céntimos.
Ya sólo te faltan cuarenta y dos.
Te paseas por los comercios de la zona simulando interés en complementos o zapatos que a ti se te antojan superfluos. A la pregunta insistente y obligada de los dependientes, ¿qué desea?, respondes, sólo estoy mirando, gracias. Finges, pero no mientes. Estás mirando el suelo porque sabes que hay mucho despistado. Y allí, al lado del mostrador, no puedes creerlo, una moneda de veinte céntimos te saluda con su brillo inmaculado. Te agachas a cogerla, aparentando que te pica un pie. Y te vas. Ya sólo faltan veintidós.
En el parque no hallas dinero. Pero sí un montón de piñones que han caído de los pinos. Ya no será tan insulsa la cena. También encuentras un mueble que quedaría muy bien en tu habitación. Los cajones siempre resuelven. Pero te sientes incapaz de cargarlo hasta casa. Desistes. Además, tu misión en el día de hoy es otra.
Si no te das prisa, van a cerrar la panadería. Las horas pasan volando, tu estómago gruñe y tu angustia va en aumento. Caminas calle abajo, sin apartar la mirada del suelo, esquivando esputos y mierdas de perro. En la esquina topas con un vagabundo quien al ver los piñones te hace una oferta:
-        Te doy diez céntimos por siete piñones.
Aceptas. Ya sólo te faltan doce.
Se te ocurre ir a la playa. No dispones de un detector de metales, pero sí tienes manos. Las sumergirás en la arena que siempre te dio tanta grima, arando con los dedos la orilla, con la esperanza, no de capturar berberecho o almeja, ni de que crezca cebada o maíz, sino de encontrar tu botín. Todo sacrificio merece recompensa. Un collar, dos mecheros y cuatro céntimos. Ya sólo faltan ocho.
Caminas de vuelta y entras en una cafetería.
-        ¿Qué desea? – preguntan.
-         Nada, muchas gracias. Estoy buscando a un amigo. – disimulas.
Te diriges al fondo e inspeccionas el suelo. Una monedita de cinco céntimos te ha visto. Ya sólo faltan tres.
Sólo tres céntimos y están a punto de cerrar la panadería. Vas al cajero automático y examinas los rincones. Sin rastro en metálico. Hastiada sales a la calle, te estás dando por vencida. Pero el vagabundo lo adivina en tu rostro:
-        ¿Qué te pasa?
-        Me faltan tres céntimos.
-        Te doy cinco por el collar.
-        Sólo necesito tres.
-        De acuerdo.
Ya no te falta ninguno. Corres hacia la panadería y entras justo cuando se disponen a bajar la persiana.
-        Está de suerte. Es usted el último cliente. Y al último cliente le perdonamos.
-        ¿Cómo?
-        El último cliente no paga. Estrategias del jefe. Dígame, ¿qué quería?

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2 comentarios:

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  2. Muy buen relato, me ha mantenido impaciente por ver si al final la protagonista encontraba el dinero, curioso recorrido por la pobreza o por la dejadez, quizá una va unida a la otra y viceversa. Me recordó a una chica que iba buscando en las cabinas y por todos los rincones, con la diferencia de distintos objetivos.

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