EL HOMBRE HIPOPÓTAMO
Berta sube al autobús y, venciendo el miedo a la palabra, pregunta al conductor si pasa por el cementerio. Le responde que sí, que es el final de trayecto. Con un hilillo de voz, ella da las gracias y busca asiento. Hay dos sitios vacíos al fondo y camina hacia allá de puntillas, como una bailarina, procurando no rozarse con nadie, sorteando bolsos y chaquetas, barrigas y culos, carpetas y paraguas. No soporta el contacto. Tiene que darse prisa, le pueden quitar el ansiado lugar, y con ese meneo de cuerpo, esquivando a uno y a otro, por fin lo consigue. Se sienta junto a la ventana, ahí se acurruca y suspira. Prueba superada. Aunque sabe que, tarde o temprano, alguien ocupará el asiento de al lado. Sólo desea que le toque una persona discreta, que no invada su espacio.
Esperando que amaine y no caiga otro aguacero, se impacienta pensando en si estará a tiempo de cumplir su propósito. La puntualidad no es lo suyo. Ha quedado con un tal Matías, amigo de su madre muerta y a quien nunca ha visto. Un encuentro decisivo, en el que Berta ha depositado la esperanza de poder al fin desprenderse de sus miedos.
Abstraída en estos pensamientos, ignora el peligro inmediato que le aguarda el destino. Un hombre ha subido al autobús. Uno entre tantos. Pero éste amenaza. El tipo busca sitio, como es natural, y a paso firme, un pie tras otro, sin importarle los roces, llega hasta Berta. Ya es tarde cuando ella se da cuenta de la magnitud del desastre. Cruza los dedos, cierra los ojos y reza: por Dios, que no se siente aquí, que no se siente aquí, por Dios… Pero Dios desoye su súplica y consiente la hecatombe.
Un hipopótamo humano embute sus carnes en un espacio en el que cualquiera hubiera jurado que no cabían. Pero si una cosa tienen las carnes es que son mórbidas y móviles y pueden echarse para arriba, para abajo y para los lados. Y el lado donde está Berta ha resultado todo un respiro para este cúmulo de grasa. Respiro el que ella ya no tiene, no le queda aire y el asma acecha. La ansiedad y los michelines ajenos comprimen su diminuto tórax.
Por si fuera poco, el gigante, ajeno a las tribulaciones de su joven compañera, saca cuaderno y bolígrafo y empieza a escribir. Atrincherada contra el cristal de la ventana, Berta se siente morir. Y no quiere. Así no.
¿Cómo decirle a este monstruo que la está aplastando? ¿Cómo, sin ofenderle? Ella, precisamente ella, que defendió siempre a los desfavorecidos, por sentirse uno de ellos, un bicho raro, entre una multitud de cisnes.
¿Cómo poner en evidencia la propia evidencia sin causar mal? Ella no puede. No puede ir en contra de sus principios. Moriría. Pero es que está muriendo ya.
Sin pretenderlo, al retorcer su cuerpo producto de la agonía, Berta le da un codazo y el hombre gira hacia ella su vetusto cuello:
- ¿Qué ocurre? ¿Es que nunca has visto a un gordo?
- No, no, si usted no está gordo…
Por dentro vomita ante esa desesperada muestra de cinismo o estupidez.
El bolígrafo no cesa, entre las butifarras índice y pulgar, porque no son dedos, son butifarras. Ella, de reojo, logra leer lo que el hombre está escribiendo:
“Diario de un hombre hipopótamo.
Estoy aplastando a una muchacha y la pobre no se atreve a decírmelo. Es de buena pasta, sin duda. Otro ya estaría despotricando en contra mía, por insolente, por descarado, por atrevido, por gordo. Todos mis problemas se resumen en uno: soy una bola de sebo. No se ve en mí nada más. A nadie le sobra el tiempo para rascar y ver lo que hay dentro. Sólo tú, sólo tú Carmen, supiste. ”
Berta lo ha leído. No puede contener la emoción y llora. Su madre, además, también se llamaba Carmen. Conmovida, no importa el asma, no importa la ansiedad de sentirse acorralada, no importa nada más que él, ahora mismo… El hombre hipopótamo ha visto las lágrimas, ha oído suspiros y confiesa:
- Lo siento, sé que quieres salir, pero no puedo moverme. He quedado empotrado entre los asientos. No puedo levantarme. Estás condenada a viajar conmigo hasta el final del trayecto.
- No importa. No se preocupe. Voy al cementerio.
- Yo también.
- Lo que ocurre es que temo llegar tarde a mi cita, hay mucho tráfico los días de lluvia, el autobús va despacio, ya sabe... Eso es todo.
- ¿Has quedado con alguien allí?
- Sí, pero no se preocupe. Puedo llamarle y advertir mi retraso.
- Eres muy amable, pero no haces buena cara. Estás morada.
- Oh, no, no, estoy bien, no pasa nada…
Berta es capaz de tragarse su muerte si con ello contribuye un poquito al bienestar del hombre hipopótamo. Además, en circunstancias como ésta, de modo casi providencial y divino, su lengua se suelta y la verborrea la invade.
- Cada año voy al cementerio a visitar a mi madre difunta. Pero este año es especial. He quedado con alguien, un tal Matías. Un amigo, de quien yo desconocía su existencia, me ha localizado para citarme. Dice conocer los secretos de mamá. Y yo necesito saberlos. Yo necesito saber si ella me quería…
- Estoy seguro que sí. Sólo hay que verte.
- Soy más fea que usted.
- Pero más delgada y buena.
- No lo sé. No lo sé…
El autobús llega a destino. Cementerio, final de trayecto. El conductor acude para ver qué sucede. Al comprobar que tiene a dos pasajeros atascados, pide refuerzos.
- ¿Por qué no llamas a este amigo?
- Sí, le llamaré. Puede pasar mucho rato hasta que nos saquen de aquí. Incluso después, si usted quiere, podemos ir a tomar un café calentito y charlar. Parece que vuelve a llover y hace frío. No vendrá de ahí.
- Acepto, pero avísale antes.
Berta obedece y llama a Matías. El teléfono del hombre hipopótamo empieza a sonar.
- Ahora le llaman a usted. ¿No será Carmen?
- Tal vez su hija…
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